sábado, 12 de septiembre de 2020

Vargas Llosa, Borges y la elusividad del Nobel

Sorprende y alegra la decisión de la Academia Sueca de otorgar el Premio Nobel de Literatura, correspondiente a 2010, al escritor peruano Mario Vargas Llosa. 

Debo confesar que siempre pensé que Vargas Llosa no tenía ningún chance de recibir un galardón que, por lo general, y de acuerdo a cierta lógica difusa y poco consistente, suele evadir a escritores que, como es el caso del peruano, se inclinan hacia el lado «equivocado» del espectro político. 

 El ejemplo más elocuente de la implacable aplicación de esta lógica difusa por la Academia nórdica es, por supuesto, Borges. 

Aunque casi universalmente reconocido como una de las mayores figuras literarias de nuestro continente, Borges nunca recibió el Nobel. Él, quizás con la misma irónica dialéctica que castigara a aquel coronel de una famosa historia de Gabriel García Márquez (quién, por cierto, sí recibió el premio), se quedó toda su vida esperando ese elusivo telegrama o llamada telefónica de Estocolmo que, como la pensión del viejo coronel, nunca se materializó. 

El mismísimo Gabo escribió una vez sobre una de esas múltiples oportunidades en las que Borges estuvo muy cerca de ser galardonado, pero en la que la fortuna le jugó, no sin que mediara un poco de ayuda de su parte, una amarga trastada. 

El proceso de selección del ganador del Nobel se hace en varias etapas. El veterano García Márquez explica, 

los académicos suecos se ponen de acuerdo en mayo, cuando se empieza a fundir la nieve, y estudian la obra de los pocos finalistas durante el calor del verano. En octubre, todavía tostados por los soles del Sur, emiten su veredicto. 

En 1976, Borges era uno de los finalistas que había sobrevivido a la primera votación, en mayo, y uno de los candidatos más fuertes para obtener la aprobación final, en octubre. Sin embargo, el ganador final no fue Borges sino otro, el canadiense Saul Bellow. El Gabo cuenta:

Lo cierto es que, el 22 de septiembre de aquel año--un mes antes de la votación--, Borges había hecho algo que no tenía nada que ver con su literatura magistral: visitó en audiencia solemne al general Augusto Pinochet. «Es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor presidente», dijo en su desdichado discurso. «En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden», prosiguió, sin que nadie se lo preguntara. Y concluyó impasible: «Ello ocurre en un continente anarquisado y socavado por el comunismo». Era fácil pensar que tantas barbaridades sucesivas sólo eran posibles para tomarle el pelo a Pinochet. Pero los suecos no entienden el sentido del humor porteño. Desde entonces, el nombre de Borges había desaparecido de los pronósticos.(*)

Pero aquel era Borges, que siempre fue, con cierto dejo de ironía y provocación, ambiguo en cosas de política. Vargas Llosa, en cambio, es más consistente y claro en sus posturas, así que alegra que se premiara su obra sin importar su política.

Posdata: septiembre 2020

El Premio Nobel de Literatura fue controversial una vez más este pasado año cuando, entre los premiados, estuvo el escritor Peter Handke

Handke es un destacado dramaturgo, novelista, guionista y director de cine austríaco. 

En los 90s, Handke fue un feroz crítico de las actividades de la OTAN en los Balcanes durante el conflicto bélico entre los países que formaban parte de la antigua Yugoslavia. 

Su postura fue considerada por varios sectores de la intelligentsia europea como demasiado pro-serbia, acusación que pareciera estar bien fundada, lo que generó una ola de protestas y denuncias en contra de su galardón.

Mucha de esta crítica se ha centrado en sus posturas políticas, muy cercanas a la derecha del espectro para algunos gustos, y sin darle mucha consideración a sus méritos (o deméritos) artísticos o literarios.

Ezra Pound
Ezra Pound photographed in 1913
by Alvin Langdon Coburn
Fuente: Wikimedia Commons
Como advierte el profesor Ben Hutchinson de la Universidad de Kent, Handke pareciera pertenecer a un «canon curioso» en el que se situarían autores como el estadounidense Ezra Pound y el francés Louis-Ferdinand Céline, ambos anti-semitas simpatizantes de dictaduras fascistas.

Algo similar--ser pro-dictadores--se podría argüir sobre Borges, como indicamos en la nota original más arriba.

Pero hacer eso sería injusto.

La verdad es que Borges nunca puso su «arte» al servicio de ningún régimen político--excepto por ciertos poemas de juventud sobre los que siempre se sintió avergonzado. Su estética fue más bien convencional, al estilo del «arte por el arte mismo» y muy distante de la militancia tan común entre muchos de sus coetáneos.

Algo diferente sería el caso de Pablo Neruda, por ejemplo, quien simpatizó con--y le dedicó algunos poemas de amor a--un dictador, el ruso José Stalin. Neruda tuvo, como el mismo Borges reconoció una vez, el talento suficiente para lograr lo que muchos otros poetas y escritores «comprometidos» nunca pudieron lograr: someter su arte a su militancia sin desmejorar la calidad de su trabajo. Por eso es que, a pesar de su política, el chileno siempre ocupará un lugar privilegiado en las letras hispánicas.

Sin embargo, y aquí volvemos al tema del Nobel, las afinidades de Neruda y otros--como el mismo García Márquez--hacia dictadores de izquierda como Stalin o Fidel Castro nunca los descalificaron para recibir la tan ansiada presea escandinava.

Lo que hace que uno se pregunte si el «canon curioso» no sería más bien otro.

(*) El País, 7 de octubre de 1980. 

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Una versión inicial de este ensayo fue publicado originalmente en El amigo invisible (octubre 2010).

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