lunes, 14 de septiembre de 2020

Pierre Menard, vicegobernador de Illinois

Los latinoamericanos solemos asociar el nombre de Pierre Menard con el que es quizás uno de los mejores relatos de Jorge Luis Borges: «Pierre Menard, autor del Quijote», de su antología Ficciones 

En la historia de Borges, Menard es un poeta simbolista francés que quiere componer un nuevo Don Quijote, uno que desatiende el «color local» pero es, sin embargo, "más sutil" que el original.

Casa de Pierre Menard
Casa de Pierre Menard en
Ellis Grove, Illinois.
Fuente: Wikimedia Commons

Desde su primera publicación (1939), mucha gente se ha preguntado quién era este Pierre Menard. 

Por ejemplo, sabemos que existió un comerciante de pieles canadiense-estadounidense llamado Pierre Menard, que también fue el primer vicegobernador del estado de Illinois, EE.UU., en 1818.

Curiosamente, ese Menard, cuyo primer idioma era el francés, fue elegido para representar a los habitantes de habla francesa de Illinois--razones obvias--, quienes en esa época constituían aproximadamente la mitad de la población del estado. 

De hecho, el condado Menard, en el mismo Illinois, lleva el nombre de este Menard, y su antigua casa, ubicada en el pueblo de Ellis Grove, también en Illinois, sigue siendo un sitio histórico popular hasta el día de hoy.

Aunque no hay evidencia de que Borges supiera nada sobre este Menard, algunas personas lo han señalado como una posible fuente del nombre. 

Por cierto, una lectura interesante sobre la conexión estadounidense entre Borges, Menard y el gran Allan Poe--Borges describe a Menard como «devoto esencialmente de Poe»--se puede encontrar en el libro de John T. Irwin, The Mystery to a Solution: Poe, Borges, and the Analytic Detective Story.

Existe también una teoría alternativa sobre un supuesto poeta simbolista francés llamado Pierre Menard, cuyas obras Borges aparentemente leyó cuando era joven, durante su larga estancia en Ginebra, Suiza. Sin embargo, hasta donde sé no se ha encontrado ninguna evidencia definitiva sobre el respecto.

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Una versión anterior en inglés de esta nota fue publicada originalmente en El amigo invisible (2014).

sábado, 12 de septiembre de 2020

Vargas Llosa, Borges y la elusividad del Nobel

Sorprende y alegra la decisión de la Academia Sueca de otorgar el Premio Nobel de Literatura, correspondiente a 2010, al escritor peruano Mario Vargas Llosa. 

Debo confesar que siempre pensé que Vargas Llosa no tenía ningún chance de recibir un galardón que, por lo general, y de acuerdo a cierta lógica difusa y poco consistente, suele evadir a escritores que, como es el caso del peruano, se inclinan hacia el lado «equivocado» del espectro político. 

 El ejemplo más elocuente de la implacable aplicación de esta lógica difusa por la Academia nórdica es, por supuesto, Borges. 

Aunque casi universalmente reconocido como una de las mayores figuras literarias de nuestro continente, Borges nunca recibió el Nobel. Él, quizás con la misma irónica dialéctica que castigara a aquel coronel de una famosa historia de Gabriel García Márquez (quién, por cierto, sí recibió el premio), se quedó toda su vida esperando ese elusivo telegrama o llamada telefónica de Estocolmo que, como la pensión del viejo coronel, nunca se materializó. 

El mismísimo Gabo escribió una vez sobre una de esas múltiples oportunidades en las que Borges estuvo muy cerca de ser galardonado, pero en la que la fortuna le jugó, no sin que mediara un poco de ayuda de su parte, una amarga trastada. 

El proceso de selección del ganador del Nobel se hace en varias etapas. El veterano García Márquez explica, 

los académicos suecos se ponen de acuerdo en mayo, cuando se empieza a fundir la nieve, y estudian la obra de los pocos finalistas durante el calor del verano. En octubre, todavía tostados por los soles del Sur, emiten su veredicto. 

En 1976, Borges era uno de los finalistas que había sobrevivido a la primera votación, en mayo, y uno de los candidatos más fuertes para obtener la aprobación final, en octubre. Sin embargo, el ganador final no fue Borges sino otro, el canadiense Saul Bellow. El Gabo cuenta:

Lo cierto es que, el 22 de septiembre de aquel año--un mes antes de la votación--, Borges había hecho algo que no tenía nada que ver con su literatura magistral: visitó en audiencia solemne al general Augusto Pinochet. «Es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor presidente», dijo en su desdichado discurso. «En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden», prosiguió, sin que nadie se lo preguntara. Y concluyó impasible: «Ello ocurre en un continente anarquisado y socavado por el comunismo». Era fácil pensar que tantas barbaridades sucesivas sólo eran posibles para tomarle el pelo a Pinochet. Pero los suecos no entienden el sentido del humor porteño. Desde entonces, el nombre de Borges había desaparecido de los pronósticos.(*)

Pero aquel era Borges, que siempre fue, con cierto dejo de ironía y provocación, ambiguo en cosas de política. Vargas Llosa, en cambio, es más consistente y claro en sus posturas, así que alegra que se premiara su obra sin importar su política.

Posdata: septiembre 2020

El Premio Nobel de Literatura fue controversial una vez más este pasado año cuando, entre los premiados, estuvo el escritor Peter Handke

Handke es un destacado dramaturgo, novelista, guionista y director de cine austríaco. 

En los 90s, Handke fue un feroz crítico de las actividades de la OTAN en los Balcanes durante el conflicto bélico entre los países que formaban parte de la antigua Yugoslavia. 

Su postura fue considerada por varios sectores de la intelligentsia europea como demasiado pro-serbia, acusación que pareciera estar bien fundada, lo que generó una ola de protestas y denuncias en contra de su galardón.

Mucha de esta crítica se ha centrado en sus posturas políticas, muy cercanas a la derecha del espectro para algunos gustos, y sin darle mucha consideración a sus méritos (o deméritos) artísticos o literarios.

Ezra Pound
Ezra Pound photographed in 1913
by Alvin Langdon Coburn
Fuente: Wikimedia Commons
Como advierte el profesor Ben Hutchinson de la Universidad de Kent, Handke pareciera pertenecer a un «canon curioso» en el que se situarían autores como el estadounidense Ezra Pound y el francés Louis-Ferdinand Céline, ambos anti-semitas simpatizantes de dictaduras fascistas.

Algo similar--ser pro-dictadores--se podría argüir sobre Borges, como indicamos en la nota original más arriba.

Pero hacer eso sería injusto.

La verdad es que Borges nunca puso su «arte» al servicio de ningún régimen político--excepto por ciertos poemas de juventud sobre los que siempre se sintió avergonzado. Su estética fue más bien convencional, al estilo del «arte por el arte mismo» y muy distante de la militancia tan común entre muchos de sus coetáneos.

Algo diferente sería el caso de Pablo Neruda, por ejemplo, quien simpatizó con--y le dedicó algunos poemas de amor a--un dictador, el ruso José Stalin. Neruda tuvo, como el mismo Borges reconoció una vez, el talento suficiente para lograr lo que muchos otros poetas y escritores «comprometidos» nunca pudieron lograr: someter su arte a su militancia sin desmejorar la calidad de su trabajo. Por eso es que, a pesar de su política, el chileno siempre ocupará un lugar privilegiado en las letras hispánicas.

Sin embargo, y aquí volvemos al tema del Nobel, las afinidades de Neruda y otros--como el mismo García Márquez--hacia dictadores de izquierda como Stalin o Fidel Castro nunca los descalificaron para recibir la tan ansiada presea escandinava.

Lo que hace que uno se pregunte si el «canon curioso» no sería más bien otro.

(*) El País, 7 de octubre de 1980. 

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Una versión inicial de este ensayo fue publicado originalmente en El amigo invisible (octubre 2010).

viernes, 11 de septiembre de 2020

Las inscripciones de autos

En días pasados llevaba el auto a la estación de gasolina cuando en frente de mí venía esta enorme SUV roja que portaba una calcomanía azul y roja, creo, con una inscripción que, de inmediato, captó mi atención. La inscripción decía: 

I believe that forgiving the terrorists is God's function. Our job is simply to arrange the meeting.
Creo que perdonar a los terroristas es el trabajo de Dios. El nuestro [los EE.UU.] es arreglar el encuentro. [Traducción mía.]

Dos cosas pasaron por mi cabeza cuando vi la inscripción. 

Primero, recordé el ensayo de Borges sobre las inscripciones que adornaban los carros de caballos en el Buenos Aires de principios del siglo XX; algo sobre lo que comenté en una nota anterior.

Allí Borges discurría sobre el posible valor social de estas «letras de carro», así como sobre su, quizás para algunos más cuestionable, valor literario (digo valor social porque el énfasis está en su valor retórico que, a su vez y como bien nos recuerda Eagleton en su famoso Literary Theory (*), hace énfasis en la manera como el lenguaje es efectivo «at the point of 'comsumption'»).

Por cierto, vale la pena advertir que la fuente de tan florida frase (inscripción) no es otro sino el mismísimo general Norman Schwarzkopf, héroe de la Guerra del Golfo—al que apodan, no sin un dejo de ironía, «Stormin' Norman».

Volviendo al valor social (o retórico) que planteaba Borges, bueno, antes de comentar necesito hablar del segundo pensamiento que me cruzó la cabeza al leer la inscripción. 


La segunda cosa que pensé tiene que ver con la novela Blood Meridian: Or the Evening Redness in the West, del escritor estadounidense Cormac McCarthy. Aquí no voy a hacer una reseña de la misma. (Encarecidamente les invito a leerla... la versión española es Meridiano de Sangre, que, por cierto, Bolaño comenta en una reseña de prensa que publicó para el diario chileno Las Últimas Noticias en junio 2001, creo, y que está incluida en la colección póstuma Entre paréntesis). Los detalles se los dejo para que los lean sí así lo quieren. Me interesa simplemente comentar algunas ramificaciones filosóficas de esta novela de McCarthy y su conexión con la inscripción del SUV.

Sólo voy a decir que la novela relata las peripeciasy los desmanes (por usar puros eufemismos) de un grupo de bandoleros estadounidenses que viajan a lo largo y ancho de la frontera mejicano-estadounidense, asesinando, violando y descabellando a cuanto trigueño tiene la desfortuna de encontrarlos.

Foto del desierto de Sonora, México
Hay una secuencia en la novela donde el grupo de bandoleros llega a un pueblito (Jesús María) en la montañas al norte de México. Mientras la banda toma posada en el pueblo, una niña desaparece--lo que sugiere que uno de los bandoleros la raptó para abusar de ella y asesinarla, tal como ha sucedido en casi todos los lugares a los que la banda va de visita. Al mismo tiempo, Glanton, el líder de la banda, toma la bandera mejicana de su pedestal en la plaza mayor y la arrastra con su caballo por el suelo embarrado del pueblo. Todo esto, por supuesto, enfurece a los locales que arremeten contra el grupo de bandoleros, liquidando a algunos de ellos y capturando a algunos heridos que no pudieron escapar.

Lo que me interesa resaltar es lo que sigue. 

En la historia se nos sugiere que los habitantes del pueblo son católicos muy devotos y que el cura del pueblo, como suele ser el caso en este tipo de pueblitos latinoamericanos, es una suerte de líder espiritual a la vez que un líder civil. Dicho esto, lo que sigue tiene perfecto sentido, ya que es el cura el que preside el ajusticiamiento de los bandoleros capturados. Y aquí lo interesante. 

El narrador de la novela nos dice: 

The priest had baptized the wounded Americans and then stood back while they were shot through the head. (pág. 194)**
El cura había bautizado a los estadounidenses heridos para entonces dar un paso atrás mientras les ponían una bala en la cabeza. [Traducción es mía.]

Lo interesante es la secuencia de eventos. 

El cura primero los bautiza. Aquí asumimos que lo hizo sin el consentimiento de los afectados, por supuesto. Luego se aparta y deja que los soldados le apliquen el castigo debido--en este caso, la muerte. El hecho de que el cura cumpla con su deber católico--salvar el alma de los pecadores protestantes a través del bautizo--y que luego permita su ejecución, es muy importante. Lo es porque deja en evidencia una concepción del mundo en total contraste con la sugerida por la cita de la inscripción de la calcomanía del SUV (de «Stormin' Norman»). 

Sobre esto último, hay un ensayo escrito por Dennis Sansom en The Journal of Aesthetic Education (vol. 41, #1, 2007) donde propone que la novela Blood Meridian funciona como una suerte de crítica del determinismo divino, particularmente dentro de la tradición individualista protestante. 

Explico.

Según nos dice Sansom, dentro de la tradición puritana anglosajona, Dios es la fuente de todo, es quién decide y determina todo lo que ocurre y ha de ocurrir. Para Sansom, la consecuencia inmediata de esto es cierto fatalismo y/o relativismo moral. Él explica:

If we think that God ordains everything, even war, then a «neuter austerity» deadens our sensitivity to the suffering of the innocent, the horror of human evil, and we lose the ability to be shocked by moral atrocities. In losing the ability to be shocked by senseless suffering, we fail to recognize the unevenness of moral choices, that there is a moral difference between a blade of grass and a person. But in [...] Blood Meridian we cannot find ethical reasons, which would be indicative of a moral teleology, to denounce the hanging of an Apache on a Christian symbol of redemption because, in fact, we know that the unguessed kinship of all life is God's implacable and inscrutable will.
Si pensamos que Dios ordena todo, incluso la guerra, entonces una «austeridad neutra" amortigua nuestra sensibilidad al sufrimiento de los inocentes, al horror del mal humano, y perdemos la capacidad de ser escandalizados por las atrocidades morales. Al perder la capacidad de ser afectados por el sufrimiento sin sentido, no reconocemos la desigualdad de las elecciones morales; que existe una diferencia moral entre una brizna de paja y una persona. Pero en [...] Meridiano de Sangre no podemos encontrar razones éticas, las que indicarían una teleología moral, para denunciar el ahorcamiento de un apache sobre un símbolo cristiano de redención porque, de hecho, sabemos que el parentesco insospechado de toda vida es la voluntad implacable e inescrutable de Dios.[Traducción mía.]

En otras palabras, si asumimos que todo, lo bueno y lo malo, es una consecuencia directa de los designios de Dios, entonces no hay lugar para asumir posturas o denunciar el horror de la maldad humana. Aún la guerra, con todas sus atrocidades y excesos es, de algún modo, un acto divino, parte de un propósito superior. Pero eso no es todo. 

Puede argumentarse que tal «fatalismo» no es exclusivo de la tradición protestante anglosajona sino común a otras tradiciones religiosas occidentales, incluida la católica. Después de todo, el mismo es producto de una concepción particular del mundo que asume la voluntad soberana de Dios como el motor de todo, tal y como explica Sansom, y que es común a la tradición judeo-cristiana, la musulmana y un gran etcétera (***).

Ahora bien, sin entrar en demasiados detalles, existe una diferencia fundamental entre la manera como la tradición protestante concibe el lugar del hombre dentro de esa teleología divina y la manera como lo hace la católica. La diferencia se hace evidente en la secuencia de la novela que describimos más arriba. 

Allí, el cura cumple un papel de mediador que no es evidente en las acciones de, por ejemplo, el Juez, otro de los personajes de la novela de McCarthy, suerte de asesino serial, pastor o chamán de los bandoleros.

En el mundo predeterminado del Juez, cada quien está por sí sólo; es decir, que responde y rinde cuentas a Dios con un mínimo de mediación humana. 

Eso, precisamente, es lo que sugiere la inscripción de Schwarzkopf. 

En contraste con el cura de Jesús María--o cualquiera de los misioneros que acompañaron a los conquistadores españoles--, su trabajo (del Juez y sus discípulos) no es mediar por la salvación del alma de los pecadores sino simplemente «to arrange the meeting» con Dios.

La moraleja: matar, sin importar el horror o bestialidad con que se haga, no es otra cosa sino cumplir con el propósito de Dios, quien últimadamente decidirá la suerte del alma de la víctima.

Aquí no quiero hacer el contraste entre estas dos visiones en términos de que una es mejor o peor que la otra. En lo personal, condeno ambas.

Lo que me interesa es simplemente resaltar ese contraste que, en mi opinión, opera dentro de una dinámica (ideológica) mucho más amplia y compleja.

En otras palabras, entre dos formas de concebir nuestro lugar en el mundo, como agentes individuales cuyo destino último (aunque predeterminado por Dios) es independiente de las acciones de los demás (la visión del Juez); o como agentes individuales cuyo destino último (igualmente predeterminado por Dios) depende también de las acciones de nuestros congéneres (como en el caso del sacerdote y los heridos). 

El primer caso, dentro de la tradición liberal protestante anglosajona, se centra primeramente en el individuo; el segundo, dentro de la tradición liberal (digamos) continental, se centra, por igual, en el individuo pero con cierto énfasis--totalmente ausente en el otro caso--sobre su dimensión social.

Insisto, en lo personal las condeno a las dos; ya que ambas, en todo caso, nos llevan al mismo tipo de trampa fatalista--de la que sólo pareciera poder rescatarnos el mesianismo, judeo-cristiano u otro.

***

Para terminar, es claro que Borges tenía toda la razón al sugerirnos la importancia de las inscripciones de carros. A pesar del tiempo, aún es mucho lo que podemos aprender de ellas.

Como vemos, algo tan simple como una frase puesta sobre una ventanilla de un auto nos puede dar muchas claves sobre el impacto que algunas ideologías tienen sobre la sociedad que las produce y consume. Y es eso a lo que, en mi opinión, Eagleton se refiere cuando nos habla de la retórica como el estudio del lenguaje como «instrumento de poder y deseo» (pág. 180).

Tal vez Schwarzkopf no sepa nada de Eagleton (ni de Aristóteles, que es la fuente de las ideas del inglés), pero conoce muy bien el poder que tienen las palabras.

(*) Me refiero a la 2da edición de la Universidad de Minnesota (1998).

(**) Me refiero aquí a la edición inglesa  de Vintage (1992).

(***) En el marxismo se hablaría de la dialéctica materialista o la lucha de clases, es decir, «el motor de la historia».

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Publicado originalmente en El amigo invisible (15 de agosto de 2014)

¿Qué es la literatura?

Evaristo Carriego es un librito poco conocido de Jorge Luis Borges (*). El mismo autor lo describe como un intento «despreocupado» de ejecutar la paradoja que toda biografía plantea; en este caso, de ejecutar la paradoja biográfica del poeta argentino Evaristo Carriego

La paradoja, por cierto, no es otra sino aquella en donde un individuo quiere despertar en otro recuerdos de un tercero. Lo que, en esencia, resume la aspiración de toda biografía.

Jorge Luis Borges (1976)
Jorge Luis Borges (1976)
Fuente: Wikimedia Commons

Ahora bien, aquí me interesa comentar sólo una parte del librito; es decir, la parte siete. La misma se titula «Las inscripciones de carro» y es un ensayo muy breve sobre las inscripciones que adornaban a los carros de caballo (y carretas) que deambulaban por el Buenos Aires de principios del siglo XX. 

Borges las describe como una «excesiva yapa expresiva»—en Venezuela diríamos ñapa en lugar de yapa, es decir, una añadidura—que, a su vez, sirven como «expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad» o comentario social.

Algunos ejemplos vienen al caso, listados por el mismo Borges: «La madre del Norte», «El vencedor», «El anzuelo», «La balija», «El liberal», que son suerte de afirmaciones de lo que se es o se posee, o de lo que se quiere ser o poseer. Igual están otras más cómplices como «Qué habrán hecho tus ojos» o «Donde cenizas quedan fuego hubo». O esas otras de carácter más admonitorio como «No tengo apuro» o «Quien envidia me tiene desesperado muere». Sin faltar las cuestionadoras como «Qué mira, envidioso». La diversidad sorprende.

En todo caso, Borges concluye su inventario con una frase que capturó mi atención de inmediato: «No hay ateísmo literario fundamental». La frase es escarbosa, desenterrante. Pero, ¿qué quiso decir Borges? 

Su ensayo es, por cierto, una defensa del valor social de las inscripciones, sin importar sus carencias eruditas. Sin embargo, Borges parece admitir lo que para algunos pudiera ser inadmisible: «Yo descreía de la literatura, y me he dejado aconsejar por la tentación de reunir estás partículas de ella». 

Me pregunto: ¿qué es la literatura, entonces? 

Post data: Las inscripciones de carros de Borges me recuerdan su equivalente moderno en cualquier ciudad latinoamericana. En Valencia, la ciudad de mi juventud universitaria en Venezuela, las camionetas (o microbuses) iban muchas adornadas por inscripciones similares, apócrifas algunas, emuladoras otras. Lástima que no me tomé algún tiempo para «cazarlas».

(*) Me refiero aquí a la exquisita edición de bolsillo de Alianza. 

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Publicado originalmente en El amigo invisible (14 de agosto de 2014).